martes, 30 de octubre de 2007

Conyugalia: La familia, ámbito primordial de realización humana.

La familia, ámbito primordial de realización humana.

Tomás Melendo Granados en http://www.arbil.org/89mele.htm

Si desde antiguo se viene diciendo que la persona es lo más perfecto que existe en la naturaleza; si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar (aunque a veces no se respete) su dignidad y su grandeza… ¿no resulta un poco extraño que los animales, normalmente considerados inferiores al hombre, no necesiten familia, mientras que al hombre le sea absolutamente imprescindible solo o principalmente en función de su precariedad, de su inferioridad respecto a ellos? El cambio radical que pretendo introducir, es que la persona —también las superiores a las humanas, supuesto que las haya— requiere de la familia justamente en virtud de su eminencia, de su valía, de lo que en términos metafísicos llamaría excedencia en el ser.

La familia, ámbito primordial de realización humana.

Durante bastante tiempo, aunque no de manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado poniendo el énfasis en la múltiple y palmaria precariedad del hombre. Por ejemplo, en lo que atañe a la mera supervivencia: mientras los animales nacen con una dotación instintiva que les permite manejarse desde muy pronto por sí mismos —venía a decirse—, el niño, abandonado a sus propios recursos, perecería inevitablemente. O, atendiendo a razones de corte psicológico, se insistía en la necesidad ineludible de superar la soledad, de distribuir el trabajo o los ámbitos del saber entre varios para lograr una mayor eficacia, y razones por el estilo.

Todo esto es cierto, pero me parece que no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se viene diciendo que la persona es lo más perfecto que existe en la naturaleza; si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar (aunque a veces no se respete) su dignidad y su grandeza… ¿no resulta un poco extraño que los animales, normalmente considerados inferiores al hombre, no necesiten familia, mientras que al hombre le sea absolutamente imprescindible solo o principalmente en función de su precariedad, de su inferioridad respecto a ellos?

El cambio radical que pretendo introducir, es que la persona —también las superiores a las humanas, supuesto que las haya— requiere de la familia justamente en virtud de su eminencia, de su valía, de lo que en términos metafísicos llamaría excedencia en el ser.

Mi colega queridísimo, el Doctor Falgueras, hablaría tal vez del carácter «donal» de la persona, de que la persona es o está llamada al don, a la entrega. En la misma línea, la describí hace tiempo como principio y término de amor, explicando expresamente que el acto en que culmina el amor es justo ese: el de entregarse.

Los seres inferiores, cabría apuntar, a causa de su misma escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la propia pervivencia y la de su especie. Porque tienen poco ser, diría, tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo, a protegerlo: se cierran en sí mismos o en su especie en cuanto suya. A la persona, por el contrario, hablando de modo un tanto metafórico, justo por ser persona y por la nobleza que ello implica, «le sobra ser», y de ahí que su operación más propia, precisamente en cuanto persona —y aquí ya no hay ni resto de metáfora— sea justo la de darse, la de ser o convertirse en «don», por utilizar de nuevo la terminología del Profesor Falgueras; o, en mi propia jerga, la de amar. (Y de ahí, lo digo entre paréntesis, que solo cuando ama en serio, cuando se da sin tasa —«la medida del amor es amar sin medida»—, el ser humano puede alcanzar la felicidad).

El porqué de la familia.

Fíjense en que para que alguien pueda darse de verdad, completamente, es menester de otra realidad capaz y dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo. Y eso, entre los seres humanos, sólo puede ser otro alguien, una persona.

Más de una vez, hablando del regalo, he explicado que, a pesar de la conciencia que solemos tener de nuestra pequeñez e incluso a veces de nuestra ruindad, es tanta la grandeza de nuestra condición de personas que nada resulta digno de sernos regalado… excepto otra persona. Cualquier otra realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se demuestra bastante escasa, muy poca cosa, para acoger la magnitud sublime aparejada a la condición personal: ni puede ser «vehículo» de mi persona, ni está a la altura de aquella otra persona a la que pretendo entregarme. De ahí que, con total independencia de su valor material, el regalo sólo cumple su función en la medida en que yo me comprometo —estoy como «integrado»— en él. («¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar», escribió magistralmente Salinas).

Pero decía que, además de ser capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme y de manera incondicional: de lo contrario, mi entrega quedaría en una mera ilusión, en una finta, en una especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que yo me empeñe, resulta imposible que me entregue.

Pues bien, el ámbito natural de la acogida sin reservas, por el mero hecho de ser personas, es justo la familia: la familia en que se nace o la que se crea. En cualquier otra situación, a la hora de aspirar a un empleo, pongo por caso, resulta legítimo y del todo justo que se tengan en cuenta determinadas cualidades o aptitudes, sin que al rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi dignidad (el igualitarismo, que hoy muchas veces intenta imponerse fraudulentamente con el pretexto de evitar la «discriminación», sería aquí lo radicalmente injusto). Por el contrario, en el caso de una familia cabal y genuina, para aceptarme se tiene en cuenta, sí, mi condición de persona, y además… mi condición de persona. Y nada más.

Por eso cabe afirmar, aunque suene un tanto insólito, que, en el sentido amplio y profundo de la expresión —y hablando en términos generales—, sin familia no puede haber persona o, al menos, persona cumplida, llevada a plenitud. Pero esto, me gustaría que quedara claro, no primaria ni principalmente a causa de carencia alguna, sino al contrario, en virtud de nuestra propia excedencia, que «nos obliga» a entregarnos… so pena de quedar frustrados.

Estimo que esta idea, esta suerte de inversión de perspectivas (que no niega la verdad del punto de vista complementario), tiene más repercusiones de lo que de entrada solemos suponer.

Por ejemplo, en el ámbito doméstico, lleva consigo el que la familia no sea una institución «inventada» para los débiles y desvalidos (niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario, como bien advirtió el empresario al que vengo aludiendo, cuanto más perfección va alcanzando un ser humano, más necesidad tiene de la familia, justamente para poder crecer como persona, dándose y siendo aceptado: amando… con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar» nada para ser querido.

O hablando más en general, esta forma de encararse y comprender a la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo… Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano podrán establecerse las condiciones para que este se desarrolle adecuadamente y, como consecuencia, logre ser feliz.

Cuando la teoría se torna vida… y viceversa.

A menudo se oye, en tono un tanto agresivo, que el problema del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No niego que en algunos casos pueda haber algo de razón en ese planteamiento. Pero estimo que es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap del hombre contemporáneo es que no tiene conciencia de su propia valía y se trata y trata a los otros de un modo absurdamente infrahumano.

El viejo Schelling, en cuyo conocimiento me inició el Profesor Falgueras, afirmaba sin dudar: «el hombre se torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza». Y añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y aprenderá inmediatamente a ser lo que debe; respetarlo teóricamente y el respeto práctico será una consecuencia inmediata». Para concluir: «el hombre debe ser bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica».

¿Exageración de un joven escritor? Tal vez… si el conocer se toma en la acepción racionalista y aséptica, ajena a la vida vivida, a que nos acostumbraron los racionalismos hoy ya un tanto trasnochados. Pero no, en absoluto, si lo entendemos, sin ir más lejos, al modo de Kierkegaard, cuando sostiene que algo no llega a saberse (repito, simplemente a saberse) hasta que uno consigue hacerlo vida de la propia vida.

Ahora bien, el modelo que rige buena parte de las Constituciones de los sedicentes países desarrollados de nuestro entorno resulta —y lo digo sin ningún afán polémico y con el más exquisito de los respetos— una suerte de mini-hombre, de persona reducida, casi contrahecha.

Sé en el berenjenal en que me estoy metiendo. Pero como filósofo —amante apasionado del saber, aunque no sabio—, me importa bastante poco lo políticamente correcto o incorrecto; no tengo miedo alguno a la soledad cuando estoy convencido de ser cierto lo que afirmo, como tampoco a cambiar de postura, incluso radicalmente, en cuanto advirtiera que estaba en el error; y mi único interés, el que pienso que me legitima socialmente y justifica el sueldo que cobro, es el de hacer partícipes a los demás, en la medida en que pueda ayudarles, de lo que voy descubriendo en mis reflexiones: el célebre contemplata aliis tradere de los clásicos.

Por eso afirmo que con más frecuencia de la deseada, al hombre de hoy se le niegan justo las características que definen la grandeza de su humanidad. Por ejemplo, la capacidad de conocer, de manera imperfecta, sin duda, pero real.

Quizá no existe nada que traicione más radicalmente la fuente en que dice inspirarse y pretende encarnar que una considerable mayoría de las democracias actuales. Una democracia auténtica tiene como base, junto con el reconocimiento de la limitación del entendimiento humano, y mucho más fuerte que él, la convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso se basa en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos persuadidos de que con la suma de las aportaciones de muchos podrán llegar a descubrir lo que esa realidad efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama.

Buena porción de las democracias actuales, por el contrario, presentan como correlato ineludible el relativismo escéptico, la casi contradictoria convicción de que la verdad no puede conocerse y, como consecuencia, la apelación al simple número y, con él, —mientras no se corrija el planteamiento, que puede y debe corregirse— el más tiránico y depauperado de los totalitarismos.

Y podría poner muchos más ejemplos de lo que llamé modelo de mini-persona: apenas se concibe que el hombre actual pueda amar a fondo, con un compromiso de por vida, jugándose a cara o cruz, a una sola carta, como Marañón solía repetir, el porvenir del propio corazón (de ahí el avance de la admisión legal del divorcio, que impide casarse de por vida); o que sea capaz de dar sentido al dolor, no por masoquismo, sino porque el dolor es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se rechaza visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la propia vida humana, cuyo núcleo más noble lo constituye la capacidad de amar… (en el estado actual, el sufrimiento es parte ineludible del amor: negado a ultranza el «derecho» a padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar de veras).

Conclusión.

No sigo porque el tiempo se echa encima. Quiero dejar claras, no obstante, tres de mis más arraigadas convicciones.

a) La primera, mi absoluta fe en el ser humano, en su capacidad de rectificar el rumbo y de superarse a sí mismo, cuando fuere necesario. Estimo que no confundo el diagnóstico con la terapia. Como la filosofía, el diagnóstico no es nunca optimista o pesimista, ni debería ser interesante o despreciable o lucrativo o desdeñable… sino solo verdadero o falso. Mucho mejor moverse dentro de estos términos. ¡Qué de daños traería consigo el «optimismo» de diagnosticar y tratar como simple cefalea un tumor cerebral maligno!

b) En segundo término, que, en efecto, y a pesar de lo que pudiera parecer, el hombre actual necesita de manera perentoria, advertir su propia excelsitud y actuar de acuerdo con ella.

c) Por fin, que el «lugar natural» para aprender a todo ello, el único verdaderamente imprescindible y me atrevería a decir que suficiente, es la familia. No solo el niño, sino el adolescente que aparenta negarlo, el joven ante el que se abre un abanico de posibilidades deslumbrante y polimorfo, que en ocasiones de le dejamos ni percibir, el adulto en plenitud de facultades, el anciano que aparenta declinar… se forjan y se rehacen, día tras día, en el seno del propio hogar. Y, así templados y reconstituidos —¡personalizados y re-personalizados!, si se me permite el barbarismo—, son capaces de darle la vuelta al mundo, de humanizarlo.

Por eso un Master en Ciencias para la Familia.

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jueves, 25 de octubre de 2007

Conyugalia: consultoria para reconciliar el trabajo y la familia


Consultoría doméstica, un servicio en expansión


En Estados Unidos se extienden los servicios de consultoría doméstica, que asesoran a las familias sobre el modo de organizar bien el trabajo en el hogar, una necesidad urgente para muchos padres de hoy con poco tiempo y sin posibilidades de contratar asistencia permanente. Lo cuenta Sue Shellenbarger en su colaboración semanal sobre trabajo y familia en The Wall Street Journal (18 octubre 2007).

Firmado por www.aceprensa.com Fecha: 23 Octubre 2007


Shellenbarger cuenta el caso de Vicki y Derek Ryan, padres de cuatro hijos de 7 a 17 años. Estaban desbordados. En su casa reinaba el desorden y a menudo desaparecían llaves, documentos, ropa... sepultados en el barullo. Los horarios de los niños eran complejos y caóticos, imposibles de coordinar entre sí y con los de los padres. Llegaban tarde a casi todo, y Vicki se pasaba el día gritando: “¡Deprisa, deprisa, deprisa!” Era frustrante. Hasta que Vicki decidió acudir a una consultoría doméstica.


La asesora, Kathy Peel, después de evaluar la situación, le hizo un plan para reorganizar la casa. Había que empezar por la cocina, el lavado de la ropa y los armarios. Para conseguir que los niños ayudasen, sugirió que asignase a cada uno una cesta propia para la ropa sucia; una vez limpia, cada uno tiene que colocarla en su armario. El que no colabora se queda sin paga semanal. Los juguetes, prendas y demás objetos dejados fuera de sitio son inmediatamente incautados y van a una caja llamada “cárcel de cosas desordenadas”; para rescatarlos hay que pagar una fianza a mamá. Peel también ayudó a Vicki a diseñar una agenda para llevar el control de citas, tareas y facturas. Tras aplicar durante un año las recomendaciones de la asesora, Vicki dice que los resultados son “espectaculares”.


Las consultorías de administración doméstica, que funcionan desde hace unos diez años en Holanda al menos, se han multiplicado últimamente en Estados Unidos. Shallenberger aporta dos indicios: la empresa de Peel ha formado ya cerca de 200 asesores; la experta más quizá famosa, Marla Cilley, ha visto cómo los suscriptores de su sitio www.flylady.net subían a 437.000, más del doble que hace cuatro años.


Los consultores cobran de 25 a 90 dólares la hora. La mayoría no están titulados, y el grado de cualificación es muy variable, advierte Shallenberger. En todo caso, la experiencia de las familias que han recurrido a estos servicios es que un asesor de administración doméstica, por bueno que sea, solo puede facilitar orientación y ayudar a dar el primer paso; pero lograr cambios duraderos exige empeño y constancia por parte de los interesados.


Por ejemplo, los asesores intentan que la familia trabaje en equipo, pero conseguir que los hijos se impliquen puede ser muy difícil, como explica Shallenbarger una madre (que finalmente tuvo éxito). Un matrimonio californiano con tres hijos pequeños cuenta que ganó la batalla contra el desorden gracias al diario “sprint de 7 minutos” que aconsejó la consultora: una especie de juego en que toda la familia repasa la casa entera contra reloj para poner cada cosa en su sitio. En cambio, ese mismo método no funcionó en casa de los Ryan, cuyos hijos son mayores. Por eso, insiste Shallenberger, hay que estar dispuesto a experimentar, pero lo principal es el tesón de los padres, pues “no hay asesoramiento suficiente para mover a quien no está motivado”.


Fuente: The Wall Street Journal

Mas información en conyugalia@hotmail.com

lunes, 22 de octubre de 2007

Conyugalia: 10 principios sobre matrimonio y bien común

“Aquí tiene el libro digital 10 principios sobre matrimonio y bien común editado por el Social Trend Institute (USA)”

comentario en www.temas.cl, viernes 8 de junio de 2007


Acaba de publicarse como libro digital «Matrimonio y bien común», la traducción española de «Marriage and the Public Good: Ten Principles», publicado en 2006 por el Witherspoon Institute.

Este volumen es el resultado de una serie de intercambios académicos apoyados por el Social Trends Insititute (STI) y el Witherspoon Institute, que se iniciaron en 2004 en una reunión en Princeton, New Jersey. Estructurado en 10 principios, este libro da una visión clara, detallada pero breve de por qué el matrimonio es un aspecto clave de nuestra sociedad. Constituye una rica fuente de información así como una herramienta útil para todos aquellos que estén trabajando para defender el matrimonio. El Social Trends Institute es una fundación sin ánimo de lucro, establecida en Estados Unidos y con delegación en Cataluña. Su labor es fomentar la investigación y difusión de conocimiento científico en cuatro grandes áreas: familia, cultura y estilos de vida, gobierno corporativo y biotecnología. Ambas versiones, en español e ingles (en pdf) pueden ser bajadas de la web del Social Trends Institute en el siguiente enlace:

http://www.stinewyork.org/subfam.php?subid=24&i2=5.


Mas información en conyugalia@hotmail.com


viernes, 19 de octubre de 2007

Conyugalia: El matrimonio fuente de bienestar

El matrimonio fuente de bienestar

Artículo de Agustín Alonso, en www.aceprensa.com
<http://www.aceprensa.com/>, Miercoles 17 de octubre de 2007

Cuenta una novela costumbrista británica de finales del XIX la historia de dos jóvenes hermanos huérfanos que vivían en una amplia finca de la campiña inglesa. El mayor de ellos, seco, envarado, meticuloso, se encargaba de gestionar el abundante patrimonio de la familia. El menor, en cambio, era un vividor cuyos días transcurrían en medio de una agitada vida social. Tras la inesperada muerte del primero de ellos, el otro pierde progresivamente su antigua alegría en poco tiempo, acaba cayendo en la bancarrota, enferma de gravedad y muere, ante la sorpresa de su entorno.

Hay una escena de la novela en la que el hermano menor, ya en el lecho de muerte, recibe a uno de sus amigos. Durante la conversación, recuerdan al hermano mayor, y el visitante se burla de su famosa flema, falta de nervio e inflexible, pero el enfermo le corrige: "Es fácil –dice– ser chispeante y libertino cuando se tiene quien lleve las cuentas. Las económicas y las morales. ¡Echo tanto de menos la mirada acusadora de mi hermano!".

Algo semejante parece ocurrir en la sociedad occidental en lo que se refiere a ciertos valores, instituciones y formas sociales que en las últimas décadas han sido considerados obsoletos o circunstanciales, y cuya erosión demuestra tiempo después los efectos beneficiosos que suponían. Uno de los más claros es el matrimonio.

Mientras existían unos usos sociales que, de hecho, promocionaban la unión familiar estable, las cargas de profundidad ideológicas y culturales contra la institución que se han producido desde el siglo XIX podían resultar incluso atrevidas. Ahora que la sociedad se mueve en buena medida bajo la influencia cotidiana de esos patrones, se muestran temerarias, vistas las consecuencias que ya afloran. Los números cantan. Y, paradójicamente, uno de los momentos más críticos para el matrimonio puede convertirse también en su oportunidad para demostrar los enormes beneficios que reporta a los individuos y a la sociedad.

Menos parejas casadas

Gran Bretaña ha encendido sus alarmas ante la creciente delincuencia entre los jóvenes, a la que se suman el alcoholismo o el fracaso escolar. Quizá por este motivo, del país anglosajón llegan informes, estudios e investigaciones que buscan datos fiables para encontrar una solución a estos acuciantes problemas.

Hace casi un año el Partido Conservador publicaba un amplio informe Breakdown Britain que mostraba los perjudiciales efectos de la crisis familiar y, por consiguiente, los beneficios de la estabilidad conyugal y familiar y la necesidad de privilegiarla fiscalmente. Ahora, la Office for National Statistics (ONS) ha publicado un estudio, titulado "Focus on families" (1), en el que se cruzan datos del censo y de encuestas nacionales para tratar de descubrir las relaciones que existen entre la tipología familiar y la situación de los padres con la salud, la economía y la formación académica.

Uno de los datos más significativos que ofrece el estudio es el de la composición de los hogares y su evolución. En 35 años, de 1971 a 2006, Gran Bretaña ha aumentado en 2 millones el número de familias, hasta los 17,1 millones. El número de hogares, sin embargo, se ha cuadruplicado, pasando de 6 a 24, 9 millones, con una disminución del número de miembros de esos hogares.

En cuanto a las formas de convivencia, la gran mayoría de las parejas en Gran Bretaña están casadas: 12,1 millones de matrimonios frente a 2,3 millones de parejas de hecho, 2,3 millones de madres solas (con hijos dependientes o no) y menos de 200.000 padres solos (9 de cada 10 hogares monoparentales dependen de la madre). Entre 1996 y 2006, el número de parejas casadas cayó en un 4%, mientras que las parejas de hecho crecieron un 60%, y las madres solas, más del 11%. El estudio hace estimaciones en las que predice un incremento de las parejas de hecho de 45 a 64 años en un 250% hasta 2031, y sugiere la posibilidad de que las parejas de hecho con hijos superen a los matrimonios con hijos, si se mantiene la tendencia. Ahora bien, estas previsiones no tienen en cuenta la evolución de la inmigración, en cuyas familias dominan aun más las parejas casadas.

Matrimonio, un hábito saludable

El estudio centra dos de sus cinco capítulos en la relación entre cuidados no remunerados, estructura familiar y salud, y las cifras muestran el impacto positivo que tiene el matrimonio sobre la salud de las familias. Las parejas casadas se ocupan, en mayor proporción que las parejas de hecho, de atender a los padres de uno u otro cónyuge y a otros familiares, ya que en aquellas la cohesión familiar es más fuerte. "Mientras el 16% de las familias casadas ofrece atención durante una hora o más semanalmente, solo un 9% de miembros de parejas de hecho lo hacen", dice el informe. Esto tiene su importancia económica, pues quienes cuidan de familiares ahorran actualmente a las arcas británicas 87.000 millones de libras (125.000 millones de euros) anuales en servicios de salud y atención a personas dependientes.

Hombres y mujeres casados llevan vidas más saludables y económicamente más estables. Las mujeres casadas de 40 a 64 años, según el informe, tienen "ventajas de salud significativas" sobre las no casadas, y las madres están más sanas que las que no tienen hijos. En términos generales, con el matrimonio los maridos ganan en salud y las esposas en situación económica.

Efectos protectores

Según diferentes estudios citados por el informe, el matrimonio tiene además efectos protectores sobre los miembros de la familia porque proporciona apoyo social y emocional. Amortigua los efectos perjudiciales del estrés; influye también en la salud al crear hábitos de vida saludables (por ejemplo, algunos estudios indican que los hombres mayores que viven solos se alimentan peor que quienes viven con su esposa); los cónyuges –"particularmente las esposas"– pueden disuadir de hábitos dañinos (así, los hombres no casados tienen índices más altos de consumo de alcohol que los casados).

El matrimonio también favorece el bienestar de los hijos. Así, entre los menores de 15 años, los que viven con su padre y su madre casados son los que presentan menor riesgo de sufrir enfermedades prolongadas. Le siguen los niños que viven en hogares formados por su padre natural y una madrastra, y los que están al cuidado de la madre y un padrastro. Exceptuando el 1% de chicos sin familia, que son los que más sufren este riesgo, la mayor probabilidad de padecer una enfermedad de larga duración se da en los que viven en hogares monoparentales encabezados por la madre, hogares que registran los mayores índices de pobreza.

Diferencias de rendimiento escolar

En lo referido a la formación académica, el estudio se dirige a analizarla como causa y consecuencia de una determinada estructura familiar. Quizá las cifras más interesantes son las que reflejan el abandono escolar según los diferentes tipos de familia. A los 17 años, edad en la que la enseñanza ya no es obligatoria, el 78% de las chicas y el 69% de los chicos que vivían con sus padres casados seguían estudiando a tiempo completo, cosa que solo hacían el 69% de las chicas y el 59% de los chicos que vivían únicamente con la madre. En ambos casos, los porcentajes son superiores a los que registran aquellos que viven con padres no casados.

Estas cifras podrían ser achacables a factores socioeconómicos, ya que hay un mayor porcentaje de parejas casadas entre aquellas familias en mejor situación económica. La monoparentalidad y las rupturas familiares suelen ser causa de dificultades económicas. Para eliminar las interferencias producidas por estos factores, el estudio de la ONS desglosa los datos teniendo en cuenta la clase social del o los sustentadores económicos de la familia (clase 1: directivos y profesiones liberales; clase 2: cuadros medios, pequeños empleados, autónomos y técnicos; clase 3: trabajadores manuales). Y las diferencias se mantienen.

En el caso de las chicas de 17 años que viven con sus padres casados, siguen estudiando a tiempo completo más del 85% en las familias de clase 1, en torno al 75% en las de clase 2, y más del 65% en las de clase 3. En las familias monoparentales a cargo de la madre, las proporciones están en torno al 79%, 72% y 63%, respectivamente. En el resto de las situaciones familiares, los datos son incluso peores.

En los chicos, las diferencias son más pronunciadas. Así, de los que viven con sus padres casados, siguen estudiando a tiempo completo con 17 años el 81% de aquellos cuyos padres pertenecen a la clase 1, el 63% de los de clase 2, y el 54% de los de clase 3. De los que viven con su madre, lo hacen poco más del 70%, el 61% y el 51%, según la clase. Los porcentajes en el resto de situaciones familiares son mucho peores, especialmente para las familias de las clases 2 y 3. El estudio encuentra diferencias semejantes al analizar las calificaciones que obtienen los alumnos de esa misma edad.

Por otro lado, las diferencias en los resultados académicos entre chicos y chicas son menores en los hogares que están a cargo de los padres casados y no son familias recompuestas. Los peores resultados en todos los casos aquí mencionados corresponden a los hijos que viven en parejas de hecho en los que uno de los cónyuges no es el progenitor biológico del adolescente.



(1) http://www.statistics.gov.uk/downloads/theme_compendia/fof2007/FO_Families_2007.pdf.

martes, 16 de octubre de 2007

Conyugalia: Entrevista a Beatriz de Vera en "La Familia Importa"


Beatriz de Vera. Terapeuta conyugal. Profesora del Master en Familia de la UMA. Málaga. (junio 2007)

El número de matrimonios
y parejas que se separan y divorcian sin haberse dado una tregua para la reflexión, es cada vez más creciente. Muchos piensan que "lo suyo" no tiene arreglo y optan por la separación o el divorcio, sin más. En numerosos casos se desconoce la existencia de profesionales cualificados, que pueden prestarles ayuda. En esta entrevista, Beatriz de Vera, terapeuta familiar, reflexiona sobre las claves que permiten a un matrimonio con dificultades superar las crisis.

L.F.I.
: ¿ Por qué el éxito del
matrimonio es tan difícil de alcanzar?

B.V.
: No todo el mundo va al matrimonio
con una idea precisa de lo que en realidad es y comporta. De la propia convivencia surgen roces y desgastes que a menudo producen choques de expectativas entre los esposos y aparecen las crisis, normales en toda relación de convivencia, que con un claro sentido del compromiso de quererse cada día- todos los días-, admiración y respeto, pueden vencerse.

L.F.I
.: El porcentaje de fracasos
matrimoniales se va multiplicando a pasos agigantados. ¿Hay factores que expliquen esta progresión?

B.V
.: Son múltiples los factores que
lo explican como: “la idea generalizada de estar juntos mientras las "cosas nos vayan bien", y “si no me haces feliz, si me haces sufrir, esto no funciona.... lo dejamos”. Otro factor es retrasar la edad de contraer matrimonio, que presupone al menos de ocho a diez años de soltería, con lo que esto conlleva de vivir la propia independencia a todos los niveles.Además, se confunde el matrimonio con un mero compartir techo, lecho, ingresos y gastos. Se conjuga demasiado lo mío y lo tuyo, y muy poco o ningún "nuestro".

Causas del fracaso


L.F.I.: ¿Cuáles son las causas
más frecuentes de fracaso matrimonial?

B.V.:La más frecuente está relacionada con la falta de honestidad en el intento por hacer la vida más agradable al otro, por luchar en hacernos mejor para el otro, por recuperar nuestra fama de ser amable- digno de ser amado- por el otro.La honestidad genera confianza y ésta mejora la comunicación. Por tanto, no se trata de ser perfectos, sino de ser honestos. Los cónyuges cuando no saben como definir la causa de sus problemas lo denominan genéricamente como "falta de comunicación" y ahí caben cuestiones tan dispares como: falta de tiempo de ocio en común, jornadas de trabajo interminables incompatibles con el marido, la mujer y los hijos, malas relaciones con la familia política, falta de objetivos educativos para los hijos, mala gestión de los recursos económicos, poco acoplamiento en las relaciones íntimas, incapacidad para dar o recibir afecto.... la lista sería interminable.

L.F.I.: ¿Es normal que haya crisis?

B.V:
Si, porque partimos
de la base que cambio es igual a crisis. Hay cambio cuando dejamos la casa de nuestros padres y nos vamos a vivir con nuestro recién estrenado marido o mujer, o cuando nace el primer hijo, o nos trasladamos de ciudad. Los cinco primeros años, constituyen la etapa más dura, pero tenemos más recursos para afrontarla.

L.F.I.
: ¿Se pueden superar?


B.V.
: Si, pero siempre y cuando se
tenga voluntad de cambio y ganas de querer querer a la otra persona. Hay que ponerse a trabajar en el día a día, con constancia, espantando los fantasmas del pasado, las jugarretas y las zancadillas, además de poner una gran dosis de humor.


CONYUGALIA,
LUGAR DE ENCUENTRO

Beatriz
de Vera y Asensio y Marc Stefan Dawid Milner llevan casados 22 años y tienen seis hijos. Ambos son terapeútas, y aunque llevan más de veinte años dedicados a esto, desde hace seis crearon CONYUGALIA, una empresa que quiere “salvar matrimonios”.

“Nuestro objetivo
al comenzar con Conyugalia”, afirman, “era prestar un servicio que, en otros países como USA o el Reino Unido, se ofrece desde los correspondientes Servicios Nacionales de Salud”. Su experiencia les dice que “son muchos los matrimonios que han sabido venir a tiempo y que han salvado su relación, y los que no, siempre han reconocido que el simple hecho de tener quien les escuche, ha supuesto un cambio en su propia vida con independencia de que se solucione su matrimonio”.

CONYUGALIA
: De lunes a
jueves por las tardes. Teléfono: 608655777

Conyugalia: Conflictos en el matrimonio: ¿se puede aprender a querer?

“Conflictos en el matrimonio: ¿se puede aprender a querer?”

artículo juan ignacio bañares, profesor de derecho matrimonial y subdirector del instituto de ciencias de la familia de la universidad de navarra, en www.homearguments.com

En las estadísticas suelen ir juntos: matrimonios, separaciones, divorcios. Según los datos disponibles, durante el año 2004 en España se contrajeron 216.000 matrimonios, se separaron 82.340 y obtuvieron la declaración de divorcio 52.591. Ciertamente la comparación de la primera cifra (216.000) con la suma de la segunda y la tercera (135.291) es relevante, pero es también relativa. Lo relevante es que la cantidad de matrimonios que se separaron o que obtuvieron el divorcio equivale al 62% del número de matrimonios celebrados en ese año. Lo relativo es que los 135.291 que se separaron o divorciaron en 2004, en sí no tienen nada que ver con el número de nuevos matrimonios: una cosa es cuántos se casan y otra cuántos interrumpen o rompen la convivencia conyugal.

En cambio las cifras sí pueden servir la comparación entre unos años y otros. En este sentido, por ejemplo, los 216.000 matrimonios contraídos en 2004 superaron los 208.000 de 2001 o los 211.500 de 2002.

La ley del “divorcio-exprés”

En cuanto a los divorcios, si bien los números se presentaban más o menos estabilizados, parece que en 2005 ha habido un incremento importante. Se entiende que la aplicación del llamado “divorcio-exprés” haya facilitado que una parte de los cónyuges separados se haya acogido enseguida a esa modalidad. Habrá que esperar algún año más para ver cómo sigue la tendencia. Pero, en cualquier caso, es claro que la posibilidad de un divorcio inmediato, sin culpas que demostrar y sin motivos que aducir, es un nuevo factor entre los generadores del divorcio. Ni la precipitación es buena consejera, ni el apasionamiento lleva al acierto: de hecho, hasta ahora se acababan reconciliando al menos un 20% de los matrimonios que se separaban. No parece que la esta ley-trampolín esté pensada precisamente para favorecer la restauración de la vida conyugal y familiar.

Es cierto que una ley de divorcio nunca ‘obliga’, pero también lo es que es más fácil resfriarse si te obligan a vivir con las ventanas abiertas. Convivir, superar las dificultades de fuera y las crisis de dentro, supone tiempo, esfuerzo, paciencia: el matrimonio se hace en un momento; la vida conyugal se construye en ‘cada momento’. Uno se convierte en cónyuge en el momento de la boda, al darse y aceptarse como esposa o esposo; uno permanece cónyuge para siempre, debiendo aprender a vivir las nuevas circunstancias desde esa perspectiva, desde esa dimensión nueva libremente asumida. Por eso se dice que la fidelidad –vivir según el compromiso adquirido- es muestra del amor –que llevó a tal compromiso-. Así, aprender a amar no es sólo –aunque no sea poco- aprender a comprometerse: es también aprender a ser fiel en toda situación.

Conyugalidad: ¿No se conoce, no se puede asumir, o no se quiere vivir?

¿Por qué ahora son más las rupturas matrimoniales? Quizá los motivos de fondo no sean pocos ni sencillos: pero tal vez tengan que ver con el concepto de la libertad, del amor y de la conyugalidad misma.

Tal vez la dificultad principal de hoy, no ya para amar, sino para ‘aprender a amar’, consista en la conjunción de ciertos desenfoques antropológicos típicos y tópicos en la que se ha llamado cultura occidental posmoderna. Se trata de errores serios sobre tres temas que están en la base misma del concepto de amor conyugal: el primero consiste en la consideración de la libertad como pura opción, es decir, como el puro hecho de tener las máximas posibilidades abiertas; el segundo, en la sustitución de la búsqueda de la verdad por la aceptación del relativismo; y el tercero en la sustitución de lo bueno por lo apetecido. Fijemos brevemente la atención en cada uno de ellos.

La libertad como simple opción

En efecto, si situamos la esencia de la libertad en la mera opción, la persona es más libre en la medida en que tenga más opciones disponibles: la libertad se pone antes de la acción del sujeto e independientemente del objeto que elija. Desde esta óptica, en realidad cualquier libertad real se hace imposible. El hombre, realidad finita, debe escoger y toda elección excluye otras posibles; en consecuencia, todo acto de elegir sería precisamente una limitación de la libertad.

Llevando el razonamiento hasta el final se daría el absurdo de que la libertad mayor consistiría en no realizar ninguna elección: no podríamos movernos, porque moverse es desplazarse hacia algún sitio concreto por un itinerario determinado y eso ya significaría rechazar las demás posibilidades y por tanto limitar la propia libertad; no podríamos comer, mirar o vestir, porque siempre se come, mira o viste algo concreto; no podríamos aprender, hablar o pensar, porque también la realización de estas acciones, al limitarse a un objeto, limitaría la libertad.

La realidad es muy distinta. El hombre es un ser inacabado, histórico: cuando nace contiene nuclearmente todo lo que es, pero le es propio dirigirse por sí mismo, a través de sus acciones, a lo que contribuye a su perfeccionamiento. La libertad no es, estrictamente hablando, una facultad del ser humano, sino una característica de la voluntad. La voluntad es una potencia natural que tiende a la acción, buscando la posesión de lo que percibe como conveniente o adecuado a su plenitud. El hombre, como los demás seres animados, puede y debe obrar para alcanzar su desarrollo. La diferencia con los demás seres es que el hombre conoce intelectualmente y –en consecuencia- su voluntad no está determinada por las circunstancias del entorno, sino que las trasciende como el espíritu trasciende la materia.

El objeto de la libertad, de la voluntad libre, no consiste por tanto en el máximo de opciones de los bienes posibles, sino en pasar del bien posible al bien real a través de la elección y de su posterior ejecución: el objeto de la voluntad libre no es la posibilidad de bien, sino obtener la posesión del bien. Cuando tengo hambre, mi voluntad no busca el máximo de posibilidades ‘en potencia’ para calmar el apetito, sino hacerse con un alimento concreto y saciarse.

Si se aplica el punto de vista erróneo, se entiende la elección como limitación de la libertad, el compromiso como una negación de la libertad humana, y el compromiso definitivo como algo inconcebible, porque la irrevocabilidad de la decisión atentaría contra el sentido mismo de la libertad. Desde ese punto de vista, en la medida en que un fin abarca más realidad, ordena más medios, está más enraizado en la persona, en esa misma medida atentaría más contra su libertad, porque cancelaría de golpe más opciones posibles. La consecuencia es clara: cuando la libertad se reduce a opción, el amor –el movimiento propio de la voluntad hacia lo bueno- se reduce al goce sensible.

¿Qué es la verdad?

El segundo error consiste en la sustitución de la búsqueda de la verdad por la aceptación del relativismo. También en este caso deja de considerarse como valor el conocimiento de la realidad objetiva y se sustituye por el valor que el sujeto quiera otorgarle; es cierto que hay muchas cosas opinables, que dependen de la perspectiva con la que mira cada uno, pero también es cierto que hay realidades objetivas, que hay afirmaciones que son verdaderas y afirmaciones que son falsas.

Desde el enfoque relativista no se puede decir que esto o aquello sea verdadero, o esto más verdadero que aquello: esto será verdadero ‘para mí’, y quizá ‘falso’ para aquél. Por tanto, desde este planteamiento el mero hecho de sostener que existe una verdad objetiva supondría otro atentado a la libertad, porque pretende una imposición que limita las opciones de los demás. Aplicándolo a la actuación del hombre, ya no cabe hablar del bien o del mal, de lo bueno o lo malo, porque si la verdad no es objetiva, no pueden existir juicios absolutos. En definitiva, cuando la verdad se reduce a la opinión, el bien se reduce al propio gusto.

¿Quién crea el bien?

Queda así abierto el paso al tercer error antropológico: la sustitución de lo bueno por lo apetecido. Si yo ‘decido’ y ‘creo’ la verdad, yo también ‘decido’ y ‘creo’ el bien. En realidad, ya no se trata del bien –que siempre se refiere a algo objetivo- sino de mi voluntad, que queda como fundamento único y último de todo.

Como se ve, el fondo de estos tres planteamientos es un inmanentismo antropológico que desemboca en un individualismo absoluto. El yo es el principio y el final que se manifiesta como un depósito insaciable de derechos individuales y como un absorbedor inagotable de beneficios tangibles inmediatos.

En lo que se refiere al matrimonio, las consecuencias son implacables. Ya en la Carta a las Familias, hace ya más de diez años, Juan Pablo II advertía que el modelo antropológico de hoy “se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre y, por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que es la verdadera entrega de las personas en el matrimonio” (n. 20). La libertad como opción impide la unidad de la persona que proporciona el fin: no cabe, por tanto, el amor, porque no cabe el compromiso. La relativización de la verdad impide cualquier referencia o anclaje de la realidad externa al propio sujeto: el valor de lo demás y de los demás dependerá, en cada momento, de mi aprecio subjetivo. La sustitución de lo bueno por lo apetecido fragmenta la dimensión sexuada de la persona humana en un calidoscopio de objetos ocasionalmente deseados.

¿Cuál es la relación entre el bien y el amor de verdad?¿Por qué hay que aprender a amar?¿Por qué no ‘sale solo’ ese don-de sí?¿Por qué es necesario el esfuerzo? Obviamente el esfuerzo es necesario porque hay dificultades. De un lado, el amor es lo más natural del ser humano, porque es su fin. De otro lado, el amor es costoso, porque no es automático, porque exige poner en orden los bienes y ejecutar ese orden, porque la secuela del pecado original y de los propios pecados desbarata ese orden incitándonos a anteponer el propio yo y porque nuestra voluntad libre es débil. Desde este punto de vista es claro que la dificultad para amar es simplemente nuestra facilidad para anteponer el yo a Dios y a los demás.

Al empezar me he referido a algunos errores antropológicos de nuestra cultura actual y que hacen difícil no ya el amor, sino comprender el mismo concepto del amor: comprender que nuestra libertad está para amar y que el amor consiste en el don. Si aquellos errores se resumían en un inmanentismo que se desborda en un individualismo cerrado, queda patente la principal dificultad: una cultura del yo, de la exaltación del yo, significa necesariamente una cultura de la ofuscación de Dios y de los demás.

Afortunadamente el contexto presentado no trata de ser una descripción de la realidad social en su conjunto, sino una explicación teórica de los errores prácticos que están produciendo en la sociedad occidental un desplazamiento radical –de raíz-, aunque muchas veces inconsciente, de las conductas y de los conceptos. Quizá tenga algo que ver con los datos de las estadísticas: pero las respuestas están siempre y sólo en las personas. Por eso creer en la libertad es optar por la confianza en el futuro.